jueves, 3 de abril de 2025


¿Puede un escritor hacerse amigo de sus personajes?

Confieso que desde que tengo memoria mi relación con el poder ha sido de desconfianza, y así vi al expresidente Joaquín Crespo cuando hizo su aparición en las páginas de mi novela «El Santo del Amor». El general entró en escena con su imponente presencia, tan difícil de ignorar como su majestuoso mausoleo familiar en medio del Cementerio General del Sur.

A Crespo apenas lo conocía por las referencias acerca de él como figura histórica, casi accidental, de breve protagonismo a finales del Siglo XIX, y por una que otra mención a su gobierno durante mi paso por el liceo. Luego me vi obligado, dada su irrupción en mi historia, a investigar más sobre él con la intención de hacer las opiniones del personaje y sus reacciones lo más apegadas posible a quien fue en vida.

A través de las lecturas descubrí algunas cosas asombrosas, pero a medida que Joaquín Crespo fue cobrando vida en mi historia surgieron otras más fascinantes.

Crespo fue escalando posiciones desde el rango de humilde soldado hasta llegar a la Presidencia de la República. Tuvo que ser un hombre astuto e inteligente para lograrlo, saber jugar sus piezas en una Venezuela de a dos caudillos por metro cuadrado. Al final, a pulso, logró ubicarse en la cima, por encima de figuras emblemáticas como José Antonio Páez o Antonio Guzmán Blanco, y como muchos hombres que vienen de abajo y saborean las mieles del poder, desarrolló la ambición.

Joaquín Crespo preparó el terreno para conducir los destinos del país por muchos años. Ordenó que le construyeran una mansión cerca del Capitolio el actual Palacio de Miraflores, para acortar las riendas e intervenir con más rapidez en las decisiones que tomaran los parlamentarios, tal vez anticipándose a las intenciones de un futuro presidente como Juan Vicente Gómez, quien se instaló en el poder por 27 largos años.

Pero, finalmente, fue un hombre con más ambiciones que suerte y una certera bala en la “Batalla de La Mata Carmelera” según algunas versiones, disparada por Miguel Pérez Delgado, el famoso “Maisanta” acabaría con su vida y sus planes de gobernar el país quién sabe por cuanto tiempo, mientras veía el despliegue de las tropas a una distancia prudencial, montado sobre el lomo de un burro.

Sólo con esta información, alguien que recela del poder podría sentirse reafirmado en sus prejuicios. Pero como recrear un personaje de raíces históricas no puede fundamentarse únicamente en las fuentes oficiales -sí, esas que se plasman desde la fría y deshumanizada distancia de los ganadores-, es necesario recurrir a otras fuentes menos confiables y abrir los oídos, incluso, a rumores y chismes.

Las historias no oficiales hablan de un Joaquín Crespo inquisitivo, curioso por naturaleza, autodidacta, que alcanzó el mayor grado dentro de la logia masónica por su despierta inteligencia y que se ganaba a seguidores y enemigos más con la cordialidad que a través de la fuerza.

Algo que puede revelar mucho de su personalidad es lo que se sabe de su matrimonio. Crespo se casó con Jacinta Parejo, la viuda de otro general, y fue tan fiel y devoto a su mujer que las malas lenguas de la época aseguraban que en Venezuela era “Misia Jacinta” la que mandaba.

De crespo se decía que, particularmente, era “un jodedor” y a todo le sacaba un chiste.

Un escritor puede estar prejuiciado. No es una rareza. Pero debe entender que sus personajes reclaman vida propia y está obligado a permitírselas, muy a pesar de sus propias opiniones.

En «El Santo del Amor», como pasa en toda novela, la creación de un personaje como Joaquín Crespo por decirlo de una manera más gráfica y actual fue igual que ensamblar un algoritmo, donde tenían que incorporarse virtudes y defectos, actos encomiables y bajas pasiones, esos elementos de los cuales estamos hechos todos los seres humanos.

Y de esta recreación surgió el Joaquín Crespo de «El Santo del Amor», un personaje que desde su perspectiva de ángel caído no pierde el sentido del humor y se ríe de su mala fortuna, un caudillo despojado de poder que no ha perdido la humanidad, que desprovisto de cuerpo trata de orientar el espíritu de los amigos.

Sí, este Joaquín Crespo que fue surgiendo a medida que escribía sobre él, se ganó mi aprecio y también mi amistad.

 

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