¿Puede un escritor hacerse
amigo de sus personajes?
Confieso que desde que
tengo memoria mi relación con el poder ha sido de desconfianza, y así vi al
expresidente Joaquín Crespo cuando hizo su aparición en las páginas de mi
novela «El Santo del Amor». El general entró en escena con su imponente presencia, tan
difícil de ignorar como su majestuoso mausoleo familiar en medio del Cementerio
General del Sur.
A Crespo apenas lo conocía
por las referencias acerca de él como figura histórica, casi accidental, de
breve protagonismo a finales del Siglo XIX, y por una que otra mención a su
gobierno durante mi paso por el liceo. Luego me vi obligado, dada su irrupción
en mi historia, a investigar más sobre él con la intención de hacer las
opiniones del personaje y sus reacciones lo más apegadas posible a quien fue en
vida.
A través de las lecturas
descubrí algunas cosas asombrosas, pero a medida que Joaquín Crespo fue
cobrando vida en mi historia surgieron otras más fascinantes.
Crespo fue escalando posiciones
desde el rango de humilde soldado hasta llegar a la Presidencia de la República.
Tuvo que ser un hombre astuto e inteligente para lograrlo, saber jugar sus
piezas en una Venezuela de a dos caudillos por metro cuadrado. Al final, a pulso,
logró ubicarse en la cima, por encima de figuras emblemáticas como José Antonio
Páez o Antonio Guzmán Blanco, y como muchos hombres que vienen de abajo y saborean
las mieles del poder, desarrolló la ambición.
Joaquín Crespo preparó el terreno
para conducir los destinos del país por muchos años. Ordenó que le construyeran
una mansión cerca del Capitolio —el actual Palacio de Miraflores—, para acortar las riendas e intervenir con más rapidez
en las decisiones que tomaran los parlamentarios, tal vez anticipándose a las
intenciones de un futuro presidente como Juan Vicente Gómez, quien se instaló en
el poder por 27 largos años.
Pero, finalmente, fue un
hombre con más ambiciones que suerte y una certera bala en la “Batalla de La
Mata Carmelera” —según
algunas versiones, disparada por Miguel Pérez Delgado, el famoso “Maisanta” — acabaría con su vida y sus planes de gobernar
el país quién sabe por cuanto tiempo, mientras veía el despliegue de las tropas
a una distancia prudencial, montado sobre el lomo de un burro.
Sólo con esta información,
alguien que recela del poder podría sentirse reafirmado en sus prejuicios. Pero
como recrear un personaje de raíces históricas no puede fundamentarse
únicamente en las fuentes oficiales -sí, esas que se plasman desde la fría y
deshumanizada distancia de los ganadores-, es necesario recurrir a otras
fuentes menos confiables y abrir los oídos, incluso, a rumores y chismes.
Las historias no oficiales
hablan de un Joaquín Crespo inquisitivo, curioso por naturaleza, autodidacta,
que alcanzó el mayor grado dentro de la logia masónica por su despierta inteligencia
y que se ganaba a seguidores y enemigos más con la cordialidad que a través de la
fuerza.
Algo que puede revelar
mucho de su personalidad es lo que se sabe de su matrimonio. Crespo se casó con
Jacinta Parejo, la viuda de otro general, y fue tan fiel y devoto a su mujer
que las malas lenguas de la época aseguraban que en Venezuela era “Misia
Jacinta” la que mandaba.
De crespo se decía que,
particularmente, era “un jodedor” y a todo le sacaba un chiste.
Un escritor puede estar
prejuiciado. No es una rareza. Pero debe entender que sus personajes reclaman
vida propia y está obligado a permitírselas, muy a pesar de sus propias
opiniones.
En «El Santo del Amor», como pasa en toda novela, la creación de un personaje como
Joaquín Crespo —por decirlo
de una manera más gráfica y actual— fue igual que ensamblar un algoritmo,
donde tenían que incorporarse virtudes y defectos, actos encomiables y bajas
pasiones, esos elementos de los cuales estamos hechos todos los seres humanos.
Y de esta recreación surgió
el Joaquín Crespo de «El Santo
del Amor», un personaje que desde su perspectiva de ángel caído no
pierde el sentido del humor y se ríe de su mala fortuna, un caudillo despojado
de poder que no ha perdido la humanidad, que desprovisto de cuerpo trata de
orientar el espíritu de los amigos.
Sí, este Joaquín Crespo que
fue surgiendo a medida que escribía sobre él, se ganó mi aprecio y también mi
amistad.